
Jorge Montejo
26 de diciembre de 2028
En México se repite hasta el cansancio que el gobierno federal es de izquierda, soberanista y enfrentado al “imperio”. El problema no es el relato: es la realidad. Porque mientras el discurso público se construye con consignas antihegemónicas, la política exterior y la praxis económica revelan una cooperación profunda, constante y funcional con Estados Unidos. No es una anomalía; es una estrategia. Y, como toda estrategia de poder, se disfraza.
Desde la geopolítica clásica, Hans Morgenthau advertía que los Estados no actúan por ideales sino por intereses. La paradoja mexicana es que esos intereses se ejecutan bajo una narrativa que niega su propia lógica. Se acusa al “neoliberalismo” mientras se preserva la integración productiva; se invoca la “no intervención” mientras se coordina la seguridad fronteriza; se denuncia el “imperialismo” mientras se blindan compromisos energéticos, comerciales y migratorios con Washington. La izquierda retórica convive —sin rubor— con una dependencia estructural.
La cooperación con Estados Unidos no es episódica: es sistémica. En comercio, la economía mexicana continúa anclada a las cadenas de valor norteamericanas; en energía, el flujo de hidrocarburos y la estabilidad regulatoria se negocian con cuidado quirúrgico; en seguridad, la coordinación es permanente; en migración, México funge como muro extendido. Todo ello ocurre mientras el discurso interno alimenta una épica antiimperial que sirve para consumo doméstico. Antonio Gramsci llamaría a esto hegemonía cultural: gobernar no solo con coerción, sino con sentido común fabricado.
La hipocresía política no es un vicio nuevo; es una técnica. Raymond Aron describía la “moral de los Estados” como una ética de conveniencia: lo que se condena en público se pacta en privado. En México, el populismo cumple la función de anestesia: simplifica la complejidad internacional en antagonismos morales —pueblo vs. élite, nación vs. imperio— mientras preserva intactas las relaciones que sostienen al régimen. Se combate al enemigo simbólico para proteger al socio real.
Esta doble cara no implica sumisión ciega ni ruptura heroica; implica administración del statu quo. Giovanni Sartori advertía que el populismo prospera cuando reduce la política a emociones y eslóganes, desplazando el escrutinio institucional. Así, la cooperación con Estados Unidos se vuelve “pragmatismo” cuando conviene y “traición” solo cuando estorba al relato. El resultado es una ciudadanía confundida: se le pide creer en la soberanía mientras se normaliza la dependencia.
El problema no es cooperar con Estados Unidos —toda potencia media lo hace— sino negar esa cooperación para sostener una identidad ideológica que no resiste el contraste empírico. La izquierda que presume combatir al imperio gobierna, en los hechos, dentro de su órbita. Y lo hace con disciplina. La contradicción no es un error: es el diseño.
En política internacional, la coherencia importa menos que la eficacia. Pero en democracia, la verdad importa más que la propaganda. México no es un bastión antiimperial; es un aliado estratégico que habla en clave populista. Llamar a las cosas por su nombre no debilita al país; lo fortalece. Lo que sí lo debilita es la simulación.
Desde la geopolítica clásica, Hans Morgenthau advertía que los Estados no actúan por ideales sino por intereses. La paradoja mexicana es que esos intereses se ejecutan bajo una narrativa que niega su propia lógica. Se acusa al “neoliberalismo” mientras se preserva la integración productiva; se invoca la “no intervención” mientras se coordina la seguridad fronteriza; se denuncia el “imperialismo” mientras se blindan compromisos energéticos, comerciales y migratorios con Washington. La izquierda retórica convive —sin rubor— con una dependencia estructural.
La cooperación con Estados Unidos no es episódica: es sistémica. En comercio, la economía mexicana continúa anclada a las cadenas de valor norteamericanas; en energía, el flujo de hidrocarburos y la estabilidad regulatoria se negocian con cuidado quirúrgico; en seguridad, la coordinación es permanente; en migración, México funge como muro extendido. Todo ello ocurre mientras el discurso interno alimenta una épica antiimperial que sirve para consumo doméstico. Antonio Gramsci llamaría a esto hegemonía cultural: gobernar no solo con coerción, sino con sentido común fabricado.
La hipocresía política no es un vicio nuevo; es una técnica. Raymond Aron describía la “moral de los Estados” como una ética de conveniencia: lo que se condena en público se pacta en privado. En México, el populismo cumple la función de anestesia: simplifica la complejidad internacional en antagonismos morales —pueblo vs. élite, nación vs. imperio— mientras preserva intactas las relaciones que sostienen al régimen. Se combate al enemigo simbólico para proteger al socio real.
Esta doble cara no implica sumisión ciega ni ruptura heroica; implica administración del statu quo. Giovanni Sartori advertía que el populismo prospera cuando reduce la política a emociones y eslóganes, desplazando el escrutinio institucional. Así, la cooperación con Estados Unidos se vuelve “pragmatismo” cuando conviene y “traición” solo cuando estorba al relato. El resultado es una ciudadanía confundida: se le pide creer en la soberanía mientras se normaliza la dependencia.
El problema no es cooperar con Estados Unidos —toda potencia media lo hace— sino negar esa cooperación para sostener una identidad ideológica que no resiste el contraste empírico. La izquierda que presume combatir al imperio gobierna, en los hechos, dentro de su órbita. Y lo hace con disciplina. La contradicción no es un error: es el diseño.
En política internacional, la coherencia importa menos que la eficacia. Pero en democracia, la verdad importa más que la propaganda. México no es un bastión antiimperial; es un aliado estratégico que habla en clave populista. Llamar a las cosas por su nombre no debilita al país; lo fortalece. Lo que sí lo debilita es la simulación.