SOBRE LA POSTREBELDÍA.


Por Álvaro López.


En tiempos pasados, la rebeldía era atractiva porque, al sumirse en la incertidumbre y en la posibilidad de recibir un castigo o de ser señalado, el individuo sentía una sensación de vértigo al rebelarse contra el estado de cosas.

El individuo que se hacía un tatuaje, fumaba, se dejaba el pelo largo, se ponía un arete o escuchaba metal sentía esa sensación de ser un rebelde. Era una forma de inconformidad, una forma de rebelarse contra el estado de cosas, contra las autoridades, contra el gobierno. Podemos discutir si tal o cual forma de rebeldía tenía alguna causa o justificación o no, pero no podemos negar que el rebelde sentía el placer de serlo.

Para que la rebeldía sea tal, se requiere que aquellos que se rebelen sean una pírrica minoría frente a una mayoría conformista y apegada a los cánones del deber ser. La mayoría no puede ser rebelde porque en automático dejaría de serlo. El rebelde se asume como outsider y rehuye de todo aquello que pueda parecer normal.

Por eso, al ser minoría, a los rebeldes se les ve como especiales, diferentes y arrebatadores: la rebeldía atrae, al rebelde se le percibe como un alfa, como alguien que incluso tiene cierto sex appeal, como aquel que lidera, irrumpe y que no le importa el juicio de los demás; el rebelde es quien, en el imaginario colectivo, es capaz de enfrentarse al caos y pagar el precio por ello.

En el fondo, muchos querían ser rebeldes, pero pocos se atrevieron a serlo.

Pero las empresas y las organizaciones vieron que esa rebeldía podría explotarse comercialmente y la empaquetaron como para exhibirla en un anaquel y venderla de forma masiva: sé rebelde, sé diferente, nos dijo la publicidad, y los consumidores que soñaban con ser rebeldes cayeron. ¿Y qué pasó?

Que el sistema (el estado de cosas cultural, social, político y económico) asimiló esos elementos de rebeldía y los vació de contenido.

El arete o el tatuaje ya son cada vez menos una expresión contra el sistema porque progresivamente el sistema mismo los ha incluido en su ethos. Las empresas admiten cada vez más sin problema a una persona tatuada en aras de promover la diversidad. La publicidad nos dice que ser rebelde (en su concepto empaquetado) es cool, pero ser rebelde es una cosa y ser cool es otra. Lo cool así se convierte en lo aceptable, se convierte en el propio deber ser que se suponía era el antípodas de la rebeldía: tienes que ser cool y, por tanto, tienes que aparentar ser rebelde, pero no lo eres, eres normal.

Al sistema no le importa si dicha persona tiene 10 aretes o si fuma marihuana siempre y cuando cumpla con lo que se espera de él. El otrora rebelde ya no es diferente, ya es uno más, ya no es tan especial porque como las barreras de entrada para ser rebelde (o más bien aparentarlo) bajaron, entonces todo mundo lo puede ser, y como todo mundo lo puede ser, ya no se es especial, ni rebelde.